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Alma Delia Murillo

26/05/2012 - 12:02 am

Un hambre y una mujer

Alguien me dijo que alguien le dijo después de una separación de las que rompen la vida: “sólo te daré un consejo, come bien” Qué banal y ofensivo, qué poca garra, pensé. Yo, que soy hija predilecta del drama. Peor me pareció cuando, quien me refería la recomendación, agregó: “y sí funciona”. Casi lo apedreo […]

Fotografía: Carlos Estrada (@cestrad5)

Alguien me dijo que alguien le dijo después de una separación de las que rompen la vida: “sólo te daré un consejo, come bien”

Qué banal y ofensivo, qué poca garra, pensé. Yo, que soy hija predilecta del drama. Peor me pareció cuando, quien me refería la recomendación, agregó: “y sí funciona”. Casi lo apedreo por hereje.

Y ahora lo suscribo.

Contemplar la mitad de la casa vacía, la mitad de la cama vacía, pensar en aquellos ojos, escuchar el silencio que sólo podría llenar una voz y saber que se acabó, es para rasgarle el alma a cualquiera.

Y uno se queda sin hambre, sin sed si se pudiera. Porque duele desde el pecho hasta las ganas de seguir viviendo. El amor es así. Y se cobra con kilos del cuerpo.

¿Cuánto peso perdemos cuando nos enamoramos?, ¿cuánto cuando el desamor nos condena?

Yo, como todos o casi todos, pasé por una ruptura que me obligó a renacer. Pero antes tuve que morirme cinco kilos. La ansiedad y la tristeza no son amigas del hambre: una mañana desperté y me di cuenta de que llevaba seis días sin probar bocado, me sostenía sólo tomando agua. Y juro, por Venus y Afrodita, que no me di cuenta. Era la mañana de un jueves, el día que un mercado sobre ruedas despliega toda su espectacularidad a la vuelta de mi casa. Salí por inercia, por intuición, porque sí.

Y me perdí en los colores del tianguis: el amarillo del mango Manila casi me gritó para que me acercara a pedir un kilo. Compré también un kilo de lichis, otro de uvas, manzanas rojas, un manojo de hierba santa, aguacates, dulces brillantes, galletas a granel, duraznos, guayabas.

Me sentía enfebrecida, frenética. Tuve que hacer una pausa y dejar las bolsas en el coche para seguir comprando. Volví a dar una vuelta y entre todos los vendedores me alimentaron: no hubo uno que no me pusiera en la mano una rebanada de mamey, un trocito de queso, un puñito de chapulines, una tostada con crema, cualquier cosa.

Regresé al auto y al abrir la puerta sucedió algo mágico: el olor del mango primero y luego de todas las frutas juntas me dio un soplo de vida, fue como una epifanía, un golpe de ganas, un regalo. Me senté frente al volante y solté un llanto que parecía infinito. Lloré por todo: por mí, por él, por los colores, por la señora que en el mercado me dijo “bonita, pruebe los higos”. “Bonita”, como él me decía.

Olor a llanto y a frutas, si hay algo que mis sentidos puedan percibir como agridulce, es eso. Nunca voy a olvidarlo.

Volví a mi casa y sentí hambre, un hambre aguda, dolorosa, incontenible. Me atraganté la fruta, preparé una sopa, una ensalada y un enorme trozo de carne: me lo comí todo, sin dejar rastro.

Esa noche soñé con banquetes, con mesas desbordantes de platos. Con gente comiendo hasta hartarse. Soñé la vida.

“Come bien” resonaba en mi cabeza cuando desperté. Y decidí intentarlo. Acompañé mi duelo cocinando y comiendo. Y de alguna manera y por alguna razón que aún no sé si nombrar instinto de sobrevivencia o simplemente hambre, me ocurrió el milagro de que el cuerpo bien alimentado me rescató y puso mi espíritu a salvo.

Que el hambre nos acompañe por los siglos de los siglos. Amén

 

@AlmitaDelia

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